En los últimos meses he quedado a tomar café con tres personas maravillosas. Reencuentros que empezaron con un “cuéntame, ¿cómo estás?” y terminaron abriendo una puerta honesta al momento vital profesional que cada una estábamos atravesando.
En dos de esos cafés —que, por cierto, fueron largos, sin prisas y llenos de silencios necesarios— las personas con las que me encontré estaban en un momento de transición. En ese limbo que no siempre se cuenta y que a veces se sufre más de lo que se reconoce.
Estaban paradas, sí, pero no quietas.
Llevaban más de un año sin rumbo fijo, formándose, explorando intereses, tratando de reconectar con lo que les gusta, y sobre todo replanteándose hacia dónde ir. Qué quieren. El qué no estaba claro. Sobre todo el, qué ya no.
Ese tipo de parón que no se ve desde fuera y puede ser mal interpretado por el entorno, pero que por dentro lo remueve todo. Ese donde se afila la navaja.
Y claro… al principio, el parón se acepta con entusiasmo: tienes algo de colchón, tiempo, esperanza. Pero con los meses, aparece la impaciencia. El ¿y ahora qué?, el “¿y si me estoy equivocando?, el “¿cuánto más puedo sostener esto?. ¿Y si no estaba tan mal en el otro lugar?, ¿Y si no tenías que haber cortado del todo y podrías haber combinado ambas profesiones? ¿Y sí? ¿Y si…? Y es ese y si que te vuelve loca y sin saberlo en tu cabeza se está produciendo la de San quintín entre un futuro totalmente desconocido y un pasado que deja de ser tan malo y lo empiezas a recordar amablemente.
En esos momentos, la batalla la diriges tu y tu solo tu, puedes pararla o avivarla.
Para esto la meditación es ¡palo santo!
Te entiendo. Como ves, yo también he estado ahí. Sé lo que es empezar confiando en que el tiempo te dará respuestas, y acabar dudando de si estás haciendo bien, incluso por tomarte ese tiempo.
Y sin embargo… qué necesario es.
Pararse no es rendirse. Pararse es permitirse mirar con otros ojos. Pararse es acto de coraje y amor propio. Es mirar atrás con gratitud (o a veces con rabia, y también vale), es mirar al presente con atención, y al futuro con apertura. Y para hacer todo eso, se necesita una cosa que no se entrena fácil: paciencia.
Sí, esa es la competencia clave en estos momentos. Paciencia con uno mismo. Paciencia con el proceso. Paciencia con los tiempos del alma.
Y no solo paciencia. También necesitamos entrenar una mirada sistémica. No verlo todo desde el hoy, sino desde el mañana. No quedarnos en el miedo de los ahorros que se agotan, sino visualizar cómo lo que estás haciendo hoy —aunque no lo entiendas del todo— es una semilla para lo que viene después.
Necesitamos empatía con uno mismo, dejar de castigarnos por no tener “resultados” ya. Autogestión emocional, porque esta etapa viene con toda la montaña rusa. Y necesitamos también confianza. En la vida. En nuestros recursos. Y en que nadie se encuentra si no se pierde un poco antes.
No diré los nombres de quienes me compartieron su momento (por respeto, porque quizás no quieren verse reflejados aquí), pero si me estás leyendo… gracias. Gracias por ese café y por abrirte.
Y si tú, que estás leyendo esto, también estás en un momento de parón… no te asustes. No estás solo. A veces, el suelo fértil parece vacío. Pero debajo, ya está creciendo algo.
Solo necesita tiempo y tomarte cada día un chupito de paciencia, con sal y limón.
¡Buen camino!
Escribir comentario